LOVECRAFT INTER PARES

Los fantásticos hispanoamericanos
Leído en las jornadas de homenaje a H.P. Lovecraft, Universidad Carlos III, 27 de abril de 2007


Juan Carlos Chirinos



Yo adolezco de una degeneración ilustre; amo el dolor, la belleza y la crueldad, sobre todo esta última, que sirve para destruir un mundo abandonado al mal. Imagino constantemente la sensación del padecimiento físico, de la lesión orgánica. Conservo recuerdos pronunciados de mi infancia, rememoro la faz marchita de mis abuelos, que murieron en esta misma vivienda espaciosa, heridos por dolencias prolongadas. Reconstituyo la escena de sus exequias, que presencié asombrado e inocente. Mi alma es desde entonces crítica y blasfema; vive en pie de guerra contra los poderes humanos y divinos, alentada por la manía de la investigación; y esta curiosidad infatigable declara el motivo de mis triunfos escolares y de mi vida atolondrada y maleante al dejar las aulas. (José Antonio Ramos Sucre, La vida del maldito)

Para hablar de la presencia de la escritura de Lovecraft en América Latina no se puede comenzar sino por mencionar a Borges, con quien podría bastar para llenar la sesión explayándonos en comparaciones, comentarios y diferencias. O habría que indicar que el escritor argentino describe a Lovecraft como un epígono enfermizo y taciturno de Poe, como si ya el autor de La carta robada y Los crímenes de la calle morgue no fuera lo suficientemente enfermo, aunque esta descripción es lo suficientemente sugerente como para detenerse en ella con prolijidad. Pero una vez nombrado ese monumento que es el autor de Ficciones y El Aleph, yo he preferido comenzar por leer el oscuro texto de un escritor atormentado que puede servir como punto de partida casi modernista, o decadente, para aproximarnos al sabor que hay que buscar en los textos lovecraftianos a la hora de establecer conexiones con la narrativa hispanoamericana del siglo xx.

Porque este texto que acabo de leer, escrito por el venezolano José Antonio Ramos Sucre en 1925, encaja perfectamente con la «puesta en escena» que Lovecraft hace en su cuento El alquimista, de 1908, por los tiempos del gran ataque nervioso que marca un antes y un después en su vida.

Pero antes, una coincidencia, que quizá sirva como explicación para este comienzo un poco desalentador: como ya sabemos, Howard Phillips Lovecraft nació en Estados Unidos el 20 de agosto de 1890; sepan que José Antonio Ramos Sucre nació en Venezuela el 9 de junio de 1890; Lovecraft murió de cáncer en 1937; Ramos Sucre se quitó la vida en 1930. Sin conocerse ambos desarrollaron su obra en el mismo periodo de tiempo, y ambas obras revelan vasos comunicantes por los que fluye la verdadera literatura.

Pues bien, en un punto de su narración, Lovecraft apunta:
Yo no era más que un chiquillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía aumentada por el extraño cuidado que mi añoso guardián se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos compañeros. Ahora sé que su verdadera intención era ahorrarme los vagos rumores que corrían acerca de la espantosa maldición que afligía a mi linaje, cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas.
Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue quizás merced a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más llamaban mi atención.

Este aislamiento del que escribe es condición indispensable, tanto en el texto ramosucreano como en el lovecraftiano, para generar el clima opresivo que se siente en ambos. El Alquimista cuenta la historia del último heredero de una noble casa cuya estirpe fue condenada por un mago a no pasar el límite de los 32 años; y el narrador, consciente de que su hora final se acerca, se topa con su longevo verdugo —que ha sobrevivido seis siglos a base de elixir de la juventud— y sin pensarlo dos veces lo elimina. Su vida se salva, pero el lector no queda demasiado seguro de que la estirpe se haya liberado del todo de la maldición —o de algún tipo de maldición. O, para decirlo con palabras de Ramos Sucre, el noble heredero posee en adelante, cuando acaba con su castigador, una «degeneración ilustre». No nos deben pasar por alto las reminiscencias románticas, simbolistas y decadentistas que animan ambas escrituras.

Y siguiendo en la línea de la magia y los encantamientos, ahora hay que fijar la atención en el ecuatoriano Pablo Palacio (1906-1947), narrador y ensayista cuya vida relativamente breve, su obra precoz, su militancia en el socialismo, sus posturas inconvencionales y su demencia final, arrojan sobre su biografía unas penumbras novelescas. Es una figura literaria que durante mucho tiempo ha estado relegada al olvido de los lectores pero que poco a poco se va ganado su lugar entre los grandes narradores de Latinoamérica. En una época en la cual dominaba el realismo social y la literatura indigenista, Palacio opta por la desintegración de las formas, la parodia y el gusto por lo extravagante, lo marginal o lo monstruoso, propios de ciertas actitudes de las vanguardias. Un catálogo relativamente breve nos lleva desde los relatos de Un hombre muerto a puntapiés (1927) a las novelas Débora (1927) y Vida del ahorcado (1932), completado por unos cuantos poemas. Las novelas de Palacio, muy cercanas a los experimentos del argentino Macedonio Fernández y a las «novelas falsas» del español Ramón Gómez de la Serna, ofrecen la irónica y desconcertante experiencia de un relato sin personajes ni argumento propiamente dichos, que algunos críticos engloban en la llamada «antinovela»

En su cuento Brujerías (publicado en Un hombre muerto a puntapiés, Quito, 1927) que es en realidad un díptico de dos pequeños relatos en el que el fenómeno de la brujería es tratado como algo que va más allá del simple relato fantástico. Palacio utiliza el tema de la brujería como sortilegio para maldecir o beneficiar inyectándole una fuerte carga de humor e ironía. Por un lado, la historia del chico que busca el servicio de una bruja que le preparase un filtro «para obtener los favores de una dama», y la bruja, que se enamora de él, resuelve convertirlo en árbol, en una recreación, casi retruécano, del mito de Dafne, la ninfa que es perseguida por Apolo, enloquecido de amor, y que finalmente, para librarla de su perseguidor, el dios del río Peneo la convierte en laurel. Entre medias, el narrador especula qué habría pasado si la bruja lo hubiera hecho beber un filtro para que enamorara de ella. El segundo relato de este díptico habla de un brujo llamado Bernabé que, descubriendo en adulterio a su mujer, resuelve no vengarse de los amantes inmediatamente sino que usando de sus artes convierte a ambos en perros que se van a ladrar a la luna. El narrador termina el relato con una sentencia casi de leyenda popular: «Todos los perros vagabundos han sido gente adúltera». Desde luego, entre la narrativa de Palacio y la Lovecraft media una enorme distancia cultural e idiosincrásica, pero en ambos se perciben las misma intenciones de subvertir el orden de la cotidianidad. Y se nota con amplitud que el pariente literario más cercano y que permite extraer de ellos rasgos semejantes es Edgar Allan Poe. Basta pensar en La caída de la casa de Usher y El pozo y el péndulo para comprobar el aire de familia que corren por estas historias.

Mucho antes, desde luego, había aparecido en el panorama literario latinoamericano un «monstruo», en el sentido más telúrico de la palabra, que entregó a los lectores unas narraciones que nunca dejan de erizar el sosiego de nuestras almas: el uruguayo Horacio Quiroga, nacido en 1878 y muerto (¿es casualidad?) en 1937, como Lovecraft. Famoso es su La gallina degollada, ese poso de maldad escrita en el que lo hermanos envidiosos y de escasas luces hallan el modo de vengarse de su hermana, a la que saben diferente a ellos. Pero es en El almohadón de plumas donde Quiroga alcanza una de sus cimas más importantes para la comprensión de la diferencia entre horror y el terror. El terror, ese sentimiento que viene de dentro de nosotros se contrapone al horror, esa amenaza que se cierne sobre nosotros desde afuera. Como recordarán, en este cuento la pareja de recién casados viaja al campo a comenzar su nueva vida en su estancia, y esta nueva vida marital no termina de tomar forma porque la esposa comienza padecer continuos quebrantos y debilidades y adelgaza sin razón alguna. Como ocurre con la hermosa Lucy Westenra, la mejor amiga de Mina Harker en el Drácula de Bram Stoker, algún mal se cierne sobre ella sin que se pueda encontrar una explicación racional. Por más que el médico le recomienda medicinas y le asigna una dieta rica en proteínas, la esposa recién casada no deja de debilitarse y enfermar. Al final, como en todo buen relato que se precie, la joven mujer muere (no olvidemos la máxima romántica de Poe: «el tema por excelencia es la muerte de una mujer hermosa») y el desolado marido no encuentra explicación para su desgracia. Hasta que hacen limpieza en la habitación de la fallecida y, dentro de la almohada, se encuentran con un enorme bicho, una pulga gigante quizá (muy del trópico quizá), hinchada, rebosante de la sangre que durante semanas le proporcionó su víctima. Vemos cómo se resuelve con una explicación repugnante y racional —aunque evidentemente exagerada y que anuncia por cierto las exageraciones del realismo mágico posterior— un misterio que apuntaba a explicaciones fantásticas y llenas de terror.

De la misma manera, Lovecraft utiliza este efecto terror/horror en uno de sus cuentos más famosos, Las ratas de las paredes, de 1923, un cuento, por cierto, que sin duda ha influido la narrativa breve del Stephen King de El umbral de la noche, ese perturbador libro de relatos donde «hablamos del miedo con el autor», también lleno de ratas y casas viejas.

Pues bien, en el relato de Lovecraft el viejo heredero regresa, el 16 de julio de 1923, a Exham Priory, y allí presiente que algo terrorífico lo aguarda, tanto por el rechazo de los pobladores cercanos a su propiedad como por los incidentes que empiezan a ocurrir sin que él pueda hacer nada para remediarlo. Su gato anciano también percibe la presencia de algo sobre natural. Aunque él se muestra escéptico con las historias que se cuentan:
Algunas de las historias que corrían eran sumamente pintorescas, hasta el punto de hacerme sentir no haber estudiado más mitología comparada en mi juventud. Así, por ejemplo, aún subsistía la creencia de que una legión de diablos con alas de vampiro se reunía todas las noches en el priorato para celebrar sus rituales aquelarres, legión cuyo mantenimiento alimenticio podía hallar explicación en la desproporcionada abundancia de verduras ordinarias cultivadas en aquellos enormes huertos. La más gráfica de todas las historias que circulaban sobre el lugar era una que relataba la dramática epopeya de las ratas —un insaciable ejército de obscenas alimañas que había surgido en tropel del interior del castillo tres meses después de la tragedia que lo condenó al más absoluto abandono—, una cenceña, nauseabunda y famélica soldadesca que había barrido todo a su paso, devorando aves, gatos, perros, cerdos, ovejas y hasta dos desventurados seres humanos antes de ver acallado su furor. En torno a tan inolvidable plaga de roedores gira todo un ciclo independiente de mitos, pues las alimañas se dispersaron por entre las casas del pueblo suscitando toda clase de imprecaciones y horrores a su paso.

Y es aquí donde se halla la explicación de las presencias extrañas: millones de ratas que surgen de un mundo arqueológico escondido bajo su propiedad, que llega hasta el centro mismo de la tierra, allí donde se venera a Nyarlathotep, «el enloquecido dios sin rostro», que aúlla al son de dos flautistas sin forma. Aunque este extenso relato de Lovecraft juega con el hecho explicable e inexplicable de los fenómenos, es cierto que deja abierta, al final del cuento, y para feliz logro del universo que lleva de su cabeza, la posibilidad de que el mundo esté compuesto por espacios más allá de los que concibe nuestra imaginación.

Por cierto que en el análisis que hacen del mundo que hallan tras las paredes, donde hay incontables calaveras, Lovecraft hace referencia, al describir las osamentas, al hombre de Piltdown, uno de los más grandes fraudes de la paleantropología moderna, ejecutado por Charles Dawson y Smith Woodward, y que no fue desvelado sino hasta 1953 (dice Lovecraft: «Cuando el doctor Trask, el antropólogo del grupo, se detuvo para examinar e identificar los cráneos, se encontró con que estaban formados por una mezcolanza degradada que le sumió en el más completo estupor. En su mayoría, aquellos restos pertenecían a seres muy por debajo del hombre de Piltdown en la escala de la evolución, pero en cualquier caso eran, sin la menor duda, de origen humano»).

Al final del cuento, el protagonista parece haberlo perdido todo por culpa de las ratas, menos la memoria:
Pero ya ha pasado todo: Exham Priory ha volado por los aires, se han llevado de mi lado a mi viejo gato negro, me han encerrado en esta enrejada habitación de Hanwell, y espantosos rumores circulan acerca de mi heredad y de lo que me acaeció en ella. Thornton está en la habitación de al lado, pero no me dejan hablar con él. Tratan, asimismo, de que no lleguen al dominio público la mayoría de las cosas que se saben sobre el priorato. Siempre que hablo del pobre Norrys me acusan de haber cometido algo horrible, pero deberían saber que no lo hice yo. Deberían saber que fueron las ratas, las escurridizas e insaciables ratas con su continuo ajetreo que no me deja conciliar el sueño, las endiabladas ratas que corretean tras los acolchados muros de la habitación en que ahora me encuentro y me reclaman para que las siga en pos de horrores que no pueden compararse con los hasta ahora conocidos, las ratas que ellos no pueden oír, las ratas, las ratas de las paredes.

Creo que no necesito dar más pistas para que adivinen el próximo autor del que voy a hablar: ¿quién expulsa a sus personajes de la casa? El que lo haya leído, lo sabe: el creador de esos pequeños dioses que son los cronopios, las famas y las esperanzas, Julio Cortázar (1914-1984). La Casa tomada cortazariana se parece a Exham Priory porque «aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la mas ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia». Y como en el priorato abandonado del cuento de Lovecraft, los personajes de este cuento deben abandonar su hogar por culpa de una amenaza que los acecha y que poco a poco los va sacando de allí. En el cuento de Cortázar no se sabe qué o quiénes expulsan a los personajes de la casa; pero curiosamente el efecto «fantástico» es menos perturbador, quizá porque el lugar al que han sido expulsados estos herederos de las condenaciones domésticas lovefcraftianas es la propia ciudad, y lo urbano siempre alberga luces, asfalto y orden de la polis que transmite cierta seguridad aunque sea para vivir como lumpen, como mendigo debajo de los puentes. Pero muchas otras son las conexiones y los relatos que relacionan a Cortázar con el mundo de Lovecraft, y no puede ser de otro modo pues el escritor argentino era excelente conocedor de la obra del estadounidense —y de la obra de Poe, desde luego; de hecho, pervive una traducción suya de la Narración de Arthur Gordon Pym. Ya hemos nombrado a los cronopios, esos seres caóticos que parecen ser hijos menores de Azathoth; y aquel cuento Circe, otra bruja que llena las páginas de galletas con cucarachas dentro; y sobre todo, Las puertas del cielo, el relato de un hombre enamorado que ve cómo un universo desconocido se abre en medio de la pista de baile de un burdel, un mundo detrás de este mundo, como en Exham Priory.

Y hablando de seres expulsados, de mundos insólitos, es justo nombrar a uno de los precursores más genuinos de Cortázar, el uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964), a quien debería rendírsele fantástico culto tan solo por relatos como La casa inundada, Lágrimas de cocodrilo, El acomodador y Menos Julia; en este último se despliega un morboso juego en una casa donde los invitados se encierran en una habitación a oscuras para experimentar como niños el mundo que se despliega en ese momento.

En El clérigo malvado, de 1933, Lovecraft ejecuta una nueva versión del tópico del doble: en este caso, el protagonista, por efecto de un objeto mágico, se convierte en el clérigo al que visita y así queda condenado a huir de su país. Él es su propio doble, o su doble ha salido de él por arte de un objeto mágico, tal como ocurre por efecto del medicamento con la transformación del doctor Jeckyll en el señor Hyde. En América Latina este tópico no ha pasado desapercibido, como podemos comprobar en la cuentística de uno de los grandes narradores fantásticos del continente, el venezolano Julio Garmendia (1898-1977), en cuyo cuento El difunto yo podemos disfrutar del tema del doble otra vez con fino humor:
Examiné apresuradamente la extraña situación en que me hallaba. Debía, sin perder un segundo, ponerme en persecución de mi alter ego. Ya que circunstancias desconocidas lo habían separado de mi personalidad, convenía darle alcance antes de que pudiera alejarse mucho. Era necesario, mejor dicho, urgente, muy urgente, tomar medidas que le impidieran, si lo intentaba, dirigirse en secreto hacia algún país extranjero, llevado por el ansia de lo desconocido y la sed de aventuras. Bien sabía yo, su íntimo -iba a decir “inseparable”-, su íntimo amigo y compañero, que tales sentimientos venían aguijoneándole desde tiempo atrás, hasta el extremo de perturbarle el sentido crítico y la sana razón que debe exhibir un alter ego en todos sus actos, así públicos como privados. Tenía, pues, bastante motivo para preocuparme de su repentina desaparición. Sin duda acababa él de dar pruebas de una reserva sin límites, de inconmensurable discreción y de consumada pericia en el arte de la astucia y el disimulo.

Este alter ego escapado finalmente, tras cometer todo tipo de tropelías, obliga a su propietario a publicar un anuncio en el periódico: «Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no reconozco deudas que haya contraído ‘otro’ que no sea ‘yo’. Hago esta advertencia para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables».

Pues bien, este mismo Garmendia tiene un relato titulado El cuento ficticio, de 1925, que se puede considerar uno de los manifiestos fantásticos hispanoamericanos del siglo xx, pues es todo un manifiesto contra cualquier intento de realidad, con todas las comillas del caso, en el mundo de la ficción, y cuya primera frase ya explica cuáles son las intenciones y deseos del narrador: «Hubo un tiempo en que los héroes de las historias éramos todos perfectos y felices al extremo de ser completamente inverosímiles». Sorprende comprobar la similitud de pensamiento entre Garmendia y Lovecraft en cuanto a sus motivaciones para internarse en el mundo de la fantasía; en Notas sobre el arte de escribir cuentos fantásticos Lovecraft afirma:
La razón por la cual escribo cuentos fantásticos es porque me producen una satisfacción personal y me acercan a la vaga, escurridiza, fragmentaria sensación de lo maravilloso, de lo bello y de las visiones que me llenan con ciertas perspectivas (escenas, arquitecturas, paisajes, atmósfera, etc.), ideas, ocurrencias e imágenes. Mi predilección por los relatos sobrenaturales se debe a que encajan perfectamente con mis inclinaciones personales; uno de mis anhelos más fuertes es el de lograr la suspensión o violación momentánea de las irritantes limitaciones del tiempo, del espacio y de las leyes naturales que nos rigen y frustran nuestros deseos de indagar en las infinitas regiones del cosmos, que por ahora se hallan más allá de nuestro alcance, más allá de nuestro punto de vista.

Es obvio, por demás, que por el mundo de la literatura de la época corrían nuevos aires, que impulsaban a los escritores a buscar, a indagar, a penetrar en espacios antes no explorados y a levantar su propia obra desde esos espacios. Como dice el poeta norteamericano Ezra Pound: los artistas tienen unas antenas en la cabeza que los ayudan a percibir el aire de los tiempos. Quizá estas antenas sean las que conectan la obra de unos con las de los otros.

Quiero finalizar estas palabras con los mismos timbales con los que comenzó: el retumbar de la obra de Jorge Luis Borges. No se puede —o no se debe— comparar un solo cuento de Borges con uno solo de Lovecraft. Borges todo está dentro de Lovecraft y éste parece el heraldo que anuncia la llegada de la escritura portentosa del argentino. Como cantó Rubén Darío —esa fuente de la imaginación modernista latinoamericana (es decir, padre de todas las locuras fantásticas de principios del siglo pasado)— en Prosas profanas:
¡Helena! La anuncia el blancor de un cisne.
¡Makheda! La anuncia un pavo real.
¡Ifigenia, Electra, Catalina! Anúncialas un caballero con un hacha.
¡Ruth, Lía, Enone! Anúncialas un paje con un lirio.
¡Yolanda! Anúnciala una paloma.
¡Clorinda, Carolina! Anúncialas un paje con un ramo de viña.
¡Sylvia! Anúnciala una corza blanca.
¡Aurora, Isabel! Anúncialas de pronto un resplandor que ciega mis ojos.
¿Ella?(No la anuncian. No llega aún).

¿Cómo evitar pensar, cuando se trata de heraldo y profeta, en Kafka y sus precursores, el ensayo que el mismo Borges escribió sobre las influencias? En el terreno de lo fantástico, cabría pensar que Borges prefiguró la obra de Lovecraft, quien lo anunciaba como el heraldo oscuro de que habla Darío. Cuando leemos El Aleph, ese hueco por donde cabe todo, volvemos a los universos ocultos de Lovecraft; cuando leemos El libro de los seres imaginarios, de Borges, no es posible obliterar, negar, a los dioses y los monstruos lovecraftianos, esos cthulus enloquecedores (pero tampoco el universo del poeta inglés William Blake, por ejemplo). A cada arquitectura imaginaria de Borges (el Triste-le-Roy del cuento La muerte y la brújula, el jardín de los senderos que se bifurcan, el no-espacio donde los teólogos discuten, por poner unos pocos casos) podemos contraponer un arco, una ruina arquitectónica de Lovecraft, como el ya citado Exham Priory. Se trata de obras complementarias que dan la razón a esa angustiosa influencia entre los autores de la que hace décadas habló el crítico norteamericano Harold Bloom; o, mejor dicho, tanto Borges como Lovecraft escriben, crean sus universos poseídos por una ceguera (no la ceguera de los ojos, como la que padeció Borges) que les permite el reconocimiento interior; es una ceguera que estudió extensamente el crítico belga Paul de Man como recurso del creador para «ver» bien lo que hace sin el estorbo de los sentidos. De Man dijo de Borges esta frase que perfectamente puede aplicarse a Lovecraft, o a los dos en conjunto: «Así, la creación de la belleza comienza como un acto de duplicidad. El escritor genera otro yo que es su imagen inversa. En este anti-yo, las virtudes y los vicios del original están curiosamente distorsionados e invertidos».

Las virtudes y los vicios de Borges y Lovecraft: por dios, quién los tuviera.