LA NOVELA MÁS VENDIDA

Juan Carlos Méndez Guédez



Voy a la presentación del poemario de un amigo y tropiezo con X.
No es raro, X se encuentra en todas partes: librerías; presentaciones; conferencias, charlas; mesas redondas; fiestas; comidas; brindis; exposiciones. Lo sé porque me lo contó hace años cuando nos conocimos. Desde ese entonces comprendo que a lo mejor Dios no existe y por lo tanto no es ubicuo, pero X sí posee esa capacidad (¿X será Dios? ).
Yo espero que el amigo que hoy presenta su poemario acabe sus palabras para darle la mano y marcharme. X. me dice que se quedará hasta el final: ha visto dos editores, tres gestores culturales y una periodista a quienes todavía no ha regalado su nuevo libro.
“¿Qué tal tu novela?” le pregunto intentando ser educado.
“Muy bien, es la segunda novela más vendida de la caseta de mi editorial entre los libros publicados el primer semestre del año pasado”, dice sin respirar, “pero en realidad a mí no me importan las ventas”, remata.

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L. me comenta que abandonó hace poco La montaña mágica.
Tal vez por eso, al despertar esta mañana regresó a mí el vago aroma del cierre de esa novela. Un final del que no retengo frases, secuencias, precisiones; sólo una sensación difusa; el borde de un recuerdo. Esa desolación definitiva en la que el narrador abandona a su personaje, en la que no se atreve a definirle, a trazarle un destino, pues se ve obligado a dejarlo en medio de las frases, solitario, con una guerra que lo circunda y que tal vez llegue a devorarlo.
Sonrío melancólico por ese cierre. Un maestro como Mann pudo intuir que hay un punto del horror que no es narrable, que avanza más allá de cualquier definición. Ese es el momento de que el narrador se retire y mire con compasiva distancia a esos personajes que allí quedarán, hundidos, en el espacio de una página.

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Me gusta abrir los libros al azar, como si en ese acto reposase la posibilidad de un milagro que nunca sabré nombrar. Hace un rato abrí un poemario de Claudio Rodríguez y encontré estas palabras:

«Llegó otra vez noviembre: Lejos quedan los días/ de los pequeños sueños, de los besos marchitos/ tú eres el mes que quiero. Que no me deje a oscuras/ tu codiciosa luz olvidadiza y cárdena/mientras llega el invierno».

«Pues eso», pienso contemplando la calle, sintiendo que por primera vez noviembre tiene una luz desconocida que me llama.

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W me cuenta hoy lo siguiente:
«Estaba muy preocupado, envié un manuscrito a Z. este editor que desde hace años dice que sigue mi obra muy atentamente. Pasaron cuatro meses y seguía sin responderme, esperé cuatro meses más y nada, y al fin esta mañana llamé para hablar con él. “Murió de un ataque”, me dijeron. “Menos mal”, suspiré aliviado, “pensé que no le había gustado mi libro”».