CEUD MILE FAILTE

Espido Freire

Church at Howmore, South Uist, Hebrides, @Josef Tornick, 2007


El verano ha terminado en la isla, aunque aún nos encontremos en agosto. Los pescadores se retiran, cierran las casas de madera y la taberna, y cruzan el mar, a Lochboisdale; la mayoría vive allí. No habrá más merlangos ni cangrejos hasta la siguiente temporada, hasta el siguiente junio de buen tiempo.

Nosotros continuamos aquí. Así lo ha querido Royd, que desafía medio desnudo a la lluvia y al tiempo gris, con los labios apretados mientras corre. No nos iremos hasta que su pierna mejore. Y, mientras tanto, nadie debe molestarle; cuando regrese, nadie debe enterarse de qué le ha mantenido lejos.

No hay nada que hacer, salvo las maletas, y yo ordeno la casa y la desordeno, busco en las alacenas, y luego, temerosa de que él descubra mi impaciencia, coloco todo nuevamente en su sitio. Él, Royd, corre todas las mañanas durante dos horas. En qué se ocupa luego, hasta que regresa, no lo sé.

Royd sabe, Royd se ocupa de su vida, y cuida de la mía. Cuando he terminado de llenar las maletas las vacío con parsimonia y coloco de nuevo la ropa en los armarios. Sacudo el felpudo, Ceud mile failte. Tal vez, dice Royd, yo debiera salir a correr con él; la lluvia menuda, el frío lento que se cuela entre la ropa y la empapa apenas me permite moverme. De vez en cuando me acerco a la ventana. Deshago las maletas. Me siento.

La lesión de Royd, eso aseguraron en Madrid, no es grave. Siempre la misma: la pierna, viciada, cede por idéntico lugar. Por eso Royd conoce su remedio mejor que ningún médico ni entrenador. Sabe cómo manejar la pierna rebelde, y no le asusta el dolor; lo busca, a veces, si cree que eso puede mejorarle. Sea como sea, Royd debe volver a las pistas en la próxima temporada. Sólo eso importa. Al resto, el dolor, la soledad, el verano lluvioso en la isla abandonada, no le presta atención. De vez en cuando, pese a que ya pocas veces me roza, también se vuelve a mí.

Aun así, yo le importo. Más que sus hijos, a quienes hace meses que no ve. Más, por supuesto, que su mujer, a la que ya ni siquiera recuerda. Bajitos, enclenques. Ha sido a mí a quien ha traído a la isla, a la única casa que permanecerá habitada en lo sucesivo, porque los pescadores han partido esta mañana, a la hora a la que Royd ha marchado, cuando le he despertado de su sueño en el sofá, y han dejado sobre el mar unas estelas turbias. A veinte minutos queda Berneray, y el ferri pasa por allí tres veces por semana. Si necesito algo, debo pedirle a Royd que me lleve a Berneray. Encerrados en esa palabra, ferri, está la gente; más al sur, el sol.

Royd no quiere ceder, no tolera que su entrenamiento se interrumpa, y yo no sé contradecirle. Me acerco a la ventana y veo cómo el invierno ha llegado ya en agosto. Hasta ahora, durante la mañana el cielo se aclaraba. Durante estos dos meses la lluvia apenas ha aparecido, sólo la niebla, a veces el mar mismo, los dedos insidiosos del mar se han colado sobre las peñas peladas. No he visto brezo, ni ovejas; así imaginaba yo este lugar, con lagos bordeados de brezo y lana, y prados verdes, y límites de pizarra. Y las gaviotas. No hay brezo. Ni lagos. Apenas unas gaviotas desabridas. Peñas moteadas de mejillones enanos. Algas parduscas que mueren en las orillas.

Durante estos meses, nadie aparte de Royd hablaba conmigo. Cuando yo bajaba a comprar algo a la taberna, señalaba con un dedo las latas. No entiendo lo que dicen; su acento me confunde, y me avergüenzo de mi inglés. Royd se dio cuenta de ello, Royd sabe tantas cosas, y desde entonces, para ahorrarme la vergüenza, él traía las compras, y yo deshago y ordeno maletas, y leo las letras impresas en el felpudo de la puerta, Ceud mile failte. Bienvenidos.

A veces, cuando no sé qué hacer, vuelvo el felpudo del revés, pero cuando Royd regresa encuentra de nuevo su frase de acogida, la comida lista, yo, que le espero, anhelante. Lee la frase. Come. No me roza. Debe vencer el dolor. Las distracciones. La pasión. Sólo eso importa.

Es por su pierna, yo me niego a entenderlo pero Royd me lo explica una y otra vez, con un gesto paciente que oculta tanta, tanta irritación, por lo que llevamos dos meses largos aquí, la isla minúscula, la silueta del ferri muy lejano, las gaviotas que silban como flautas desafinadas, por lo que no estamos en una playa al sol, dorándonos; termina el verano, termina el siglo y comienza una nueva era, el tiempo de la niebla, y las rocas desnudas, y los pescadores que se van, porque se han ido también los cangrejos, y los merlangos, y Royd, que estaba aquí, se ha marchado también, dos horas por la mañana, dos horas también por la tarde, entrenamientos, pesas que yo no debo tocar ni siquiera cuando ordeno la casa, que engancha a sus tobillos, ni llamadas, Royd no desea que sepan nada, que la sorpresa, cuando regresemos, sea total.

El felpudo de bienvenida en gaélico no importa, nadie entra aquí salvo yo, él, yo preparo su comida, obedezco las instrucciones, dos cucharadas de preparado, la papilla en aquel bote, una crema similar al cacao espeso. Mordisqueo la mía, comida auténtica, un filete, guisantes con menta de una lata, el apetito se ha ido. Royd no ha vuelto, tampoco, no me roza, tampoco, ha abandonado del todo su idea de unos nuevos hijos fuertes, más altos de lo normal, ya no me roza, y durante la noche, a veces, se marcha a dormir al sofá.

Le he despertado esta mañana en el sofá, a horcajadas sobre su cintura. Su desconcierto ha durado poco; como si yo no estuviera allí. Su pierna importa, yo, que fui escogida, alta, fuerte, rubia, la madre de una raza nueva, sus hijos, mis hijos, no importo ya. Ha de vencer el dolor. Yo me esfuerzo por seguirle, aferro el cuchillo de cocina, soporto dos cortes, tres, luego abandono, llena de lágrimas.

Tal vez sea la niebla de este maldito lugar, saber que en dos horas por aire me encontraría a salvo, en un verano auténtico, el sol, la playa, no más barrancos, no más gaviotas insidiosas, no más Royd, ausencia de Royd, Royd debe estar aún corriendo. Marchó a la misma hora que los pescadores y aún no ha regresado, pero yo no pregunto, no quiero saber qué hace en los momentos en los que está fuera, si se cuelga de alguna peña sobre el mar, o si corre por la playa, dentro del agua, para fortalecer la pierna, la temporada se acerca y Royd, ay, Royd.

Deshago la maleta. Miro los marcos de fotografías, Royd de niño, con sus padres en esta misma casa de la isla, con una caña y una red de pesca, cangrejos, quizás. Royd, medallas de Royd, un campeonato, siempre en los puestos más altos. No hay fotos de su mujer, ni de los niños, de los que Royd se avergüenza, creemos una nueva raza, somos altos, y fuertes, y rubios, dice Royd, Royd sabe, no hay fotos tampoco conmigo. No existo aquí, me recogió en Madrid, sólo vivo bajo el sol, y me cubre la niebla, que sólo muestra un paso más ante los ojos, el acantilado, el puerto pequeñito, la lluvia que ya no cesará hasta el siguiente junio, otro siglo, otra edad en la siguiente primavera.

Parecía fácil, nadie debería saberlo, Royd quiere ocultar su recuperación casi milagrosa, unos meses en el norte, en su casa vacía, en la isla recóndita, no te aburrirás, cuidaré de ti, Royd siempre sabe la respuesta adecuada, yo, en cambio, soy débil, taciturna, no tolero sin llorar el dolor de unos simples cortes en la mano. Tal vez debería salir a correr con él, tal vez él debería pegarme, fortalecerme como a una pierna herida y rebelde, pero las maletas ya están hechas, he vuelto a su lugar el felpudo, Ceud mile failte, y junto al fuego humea la comida, un trocito de carne para mí, con puré de nabos y guisantes, sus papillas y compuestos, con un plato sobre los tazones para que no pierdan calor.

Los pescadores han marchado, pero las gaviotas, las gaviotas permanecen, revolotean sobre lagos y campos de brezo inexistentes, revolotean quizás sobre Royd, corre, está corriendo, apura los últimos días de agosto, pero ya da igual, el verano ha terminado, termina el siglo, termina el milenio, posiblemente termine el mundo, también, y Royd corre, pero yo espero inmóvil. Doblo la ropa. Miro por la ventana. Royd no vuelve. Me siento.

Olvido su pierna, si no fuera por su pierna no estaríamos aquí, tal vez este verano Royd hubiera cedido y me hubiera permitido escoger el sol, no una competición, no un entrenamiento intensivo que lo dejara agotado y de mal humor, sino unas semanas sin nada, él y yo, nuestros planes para nuevos hijos, nueva raza, Madrid, mi piso, mis plantas, su pelo rubio sobre la almohada. Eso existió en otro tiempo, otro verano, antes de la isla y la lluvia, antes del fin del mundo, o quizás nunca existió, porque no queda más que la niebla y los chillidos de las gaviotas, y Royd en la isla, yo en la isla, tiempo, todo el tiempo, y Royd sabe, corre, huye del sol, me lleva a este lugar perdido y luego marcha de nuevo, ajeno al dolor, la pierna, el mío, debe ganar. Estamos solos, y nadie habla. Las puertas de los armarios, las ventanas, batidas por la corriente, golpean contra sus marcos.

Con la última estela de espuma en el mar, el último barco, marchó también Royd, me acerqué al sofá, dormía, a horcajadas sobre él, mi cuchillo, sus muñecas, una lucha breve y salvaje, mi cuchillo, su pecho, se ha marchado y no ha vuelto, tal vez se cansó de soportar el dolor. Yo sigo, Royd ha muerto, tendido en el sofá, el dolor ha muerto, he sido capaz de empuñar el cuchillo y he terminado con todo, la lluvia no cesa, comienza la era de la lluvia, el mundo ha terminado, o terminó hace mucho tiempo y no quise darme cuenta de ello.

Sigo aquí, el ferri viaja de isla en isla, otros puertos, Berneray, Leverburgh, Lochboidale, sin pausa hasta junio, no me encontrarán hasta el nuevo siglo; yo cuido ahora de Royd, Royd lo sabe, nunca me hizo falta mucho, un poco de sol, quizás ni siquiera eso, una isla, comida, un felpudo amistoso en gaélico, y, así lo dice Royd, nadie debe saber lo que pasa, nadie debe molestarnos. Royd me trajo aquí y ahora he aprendido, he vencido el dolor, no existe otra cosa, Royd y yo cuando el verano ha terminado y queda la lluvia, los chillidos de las gaviotas, estelas turbias de la espuma.