EL VELATORIO

Ernesto Pérez Zúñiga


La noche en que murió la señora nadie se quiso quedar a velarla. No porque hubiera ganado algún tipo de odio o de rencor. Simplemente no les resultaba cómoda a ninguno de los numerosos hijos, yernos y nueras, pues al día siguiente había que hacer un largo viaje para acompañar el ataúd. No pregunten adónde. Un ataúd se puede perseguir hasta un cementerio. Pero ustedes dirán hasta dónde se puede acompañar a un muerto. Aquella noche, mientras los señoritos se fueron a descansar cada uno a su casa o a sus hoteles –pues algunos eran forasteros- yo insistí en quedarme con la señora, en compañía de uno de los nietos. Pretendieron convencerme de que también yo la abandonara, pero sabía que lo intentaban para no sentirse culpables, así que me senté junto al cadáver, triste, irascible, ingobernable, y los fui oyendo marchar.

La señora había muerto como si se hubiera dormido, en la cama, padecía un cáncer que la devoraba por dentro. Los últimos días pasó muchas horas en su dormitorio ocultándonos su dolor. Una de las tardes me regaló un ejemplar de las Confesiones de San Agustín, su libro favorito. Todo ello presagiaba un velatorio tranquilo, sin sobresaltos, y en realidad no los hubo, solamente soñé.

La estuvimos mirando el nieto y yo. Yo confieso que rezaba, rezaba y me mecía en una silla de enea, que no era mecedora. Sobre el cabecero de la cama, había varios rosarios colgados –recuerdo uno de cuentas rojas como bayas del campo, otro de cuentas negras como si fueran perlas maldecidas-.

No sé si pasaban minutos u horas. Ante un cadáver se paraliza el tiempo, no sé si ustedes han estado ante alguno. Cuando se tiene ante sí un cuerpo que ya no respira, uno se fija mucho en los orificios nasales, que se han vuelto oscuros como la noche. Dentro de esa noche no se mueve ni una pizca de viento, y yo diría que todo se detuvo, también las manecillas del reloj, y si éstas suenan, lo hacen para protestar de que no corra el tiempo.

No sé si pasaban horas y minutos, pero cuando la noche había salido del cadáver por completo y había sepultado la habitación y nuestra conciencia, yo hacía rato que venía notando cómo el nieto me miraba rogando salir del cuarto, con los ojos pobrecitos de sueño.

Así fue que al rato apagamos la luz sobre el cadáver, que se inmutó de alguna forma, quiero decir que ese cuerpo se comportó de otra manera diferente al día anterior, cuando también apagué la luz sobre la moribunda. Entonces, como si fuera ayer, se había oído un movimiento imperceptible. Sé que suena raro eso de un movimiento imperceptible, porque todos los movimientos pueden llegar a serlo, incluso los movimientos últimos de los moribundos. Pero cuando aquel cuerpo estaba vivo el movimiento era imperceptible precisamente porque, estando vivo, no importaba que fuera perceptible. Y por eso puedo decir que cuando apagué la luz, en la noche de la muerte, aquel objeto sobre la cama era perceptible de verdad, un objeto o un bulto que se había movido perceptiblemente hacia la nada.

No me hagan ustedes mucho caso cuando armo un lío para intentar explicar las cosas.

Por lo que, como comentaba, apagamos la luz del dormitorio de la señora y nos fuimos el nieto y yo cada uno a una de las otras dos habitaciones que había en el mismo pasillo. Yo me quedé en la mía, claro está, que como ustedes pueden imaginar daba pared con pared con el dormitorio de la señora, así podía escucharla y cuidarla en la larga temporada de su agonía, una agonía llevadera, es cierto, pero que cumplió con todas las leyes de los moribundos.

Me acosté en la cama con las Confesiones de San Agustín sobre mi pecho y, por costumbre, pegué la oreja en la pared donde dormía la muerta: escuché nada. Pero como en las casas de los muertos se oye hasta el suspiro de una mosca, escuché durante un rato cómo el nieto se removía en su cama al otro lado de la pared contraria, sin poder dormir, y de vez en cuando ahogaba un llanto chiquitito contra la almohada.

No sé cómo –porque o bien me despertaba la pena, o bien la mala sangre que me había dejado ver cómo los familiares de la difunta habían abandonado la casa- me quedé dormida. Y les voy a contar a ustedes, ya que lo preguntan, lo que soñé.

Saben que la señora tenía unos ojos como esmeraldas, que se le habían ido apagando con la enfermedad. Pues lo primero que soñé fue como un relámpago. El cadáver de la señora abrió los ojos –muy negros, sin vida- y se incorporó de golpe.

Me desperté con mucho miedo, y esto no creo que lo vuelva a repetir en cada caso, porque así fue en todos, después de cada pesadilla, como si me pincharan en los pies.

Lo segundo que soñé fue con muchos demonios. No me refiero a diablos con cuernos ni nada de eso. Sino a demonios que tienen el mismo rostro que todos nosotros pero unas miradas donde sólo importa el dolor y hacer daño, y sonríen o hacen muecas por cada cosa pero apretando los salvajes dientes.

Lo tercero que soñé me dejó una sensación de realidad que aún permanece, después de mucho tiempo. Dormida, pero de pronto consciente, siento que la señora está de pie junto al cabecero de mi cama. Con el susto alzo la mano para protegerme y la señora, que es una figura borrosa, me aprieta con fuerza la muñeca. Le grito con todo mi pánico:

—¡Señora, qué me hace!

Hasta que el nieto, aterrorizado, viene corriendo a despertarme desde la habitación vecina. Esto me lo contó él en el momento. Cómo oyó mis gritos y vio sobre la pared del pasillo mis gestos de terror proyectados, como sombras, por el flexo de mi mesilla de noche. No nos atrevíamos a cerrar las puertas. Esto tampoco lo he adelantado: que pasé toda la noche con esa luz encendida, a veces intentando leer las Confesiones.

Lo cuarto que soñé también era como si estuviera sucediendo. Sonaron las voces de la señora y la de su esposo, que había muerto unos pocos años antes. Sonaron sus voces, quejicosas y asombrosamente idénticas a las que tenían en vida. Decían: «Nos hemos muerto sin hijos. Nadie nos vela».

Y eso que tenían diez.

Entonces, en mi angustia, comencé a soñar con que por fin acababa aquel martirio, con que se hacía de día, soñé varias veces con que por fin me despertaba, varias versiones del ansiado amanecer a las ocho de la mañana. Les voy a contar dos porque las otras gracias a Dios las he olvidado, también muy reales. Soñé que llegaba a la casa por fin una de las hijas, temprano, y nos despertaba a mí y al nieto, los dos dormidos en nuestras respectivas habitaciones. Nos despertaba muy nerviosa y enfadada conmigo, porque había entrado en el dormitorio de la señora y la cama del cadáver estaba manchada de heces. También soñé con una especie de sanatorio, con un quirófano muy blanco donde una de esas extrañas máquinas había despedazado la zona donde se alojaba el cáncer de la señora. Había allí varios cirujanos y dos representantes de la familia, no les voy a decir quiénes, reunidos para destruir las pruebas de un presunto envenenamiento por parte de los hijos para acelerar la muerte durante la enfermedad. (Supongo que me van a preguntar si es que yo pienso que aquella familia no quería a la señora. Seguramente sí, pero cuando una persona mayor se vuelve un enfermo terminal, al que hay que cuidar en su aseo diario, y ver cosas muy desagradables, la mayoría de la gente desea que esa persona, aunque sea muy querida, se muera de una vez, incluso si la cabeza le funciona. He visto más de un caso. Se dice que es por su bien, pero créanme que en el fondo, se dice, es por el bien de todos.)

Ya me he cabreado un poco contándoles los sueños anteriores, y no quería llegar a esto. Todo me da mucha pena, aquella noche, y también esta noche nuestra. Parte de aquel velatorio lo pasé en el cuarto de la señora y el resto en el que era por última vez el mío, con las Confesiones de San Agustín en las manos o bajo las sábanas cuando conseguía conciliar el sueño. Encontraba cierto consuelo en ellas. Un párrafo que trataba de la misericordia divina me trajo la voz de la señora, como si la estuviera oyendo, quien solía decir cuando se enfadaba, mucho tiempo atrás: “Por misericordia. Hay que tener misericordia”. Leía aquellas páginas y entrecerraba los ojos, el flexo encendido en la mesilla de noche, el libro en el regazo. Ahora recuerdo que tenía frío en los hombros desnudos pues aunque no lo he comentado era poco después del invierno, cuando la calefacción central ya no funciona, y debía sacar los brazos de las sábanas para leer ese libro de hojas desgajadas y letra diminuta. Dormía y me volvía a despertar después de cada pesadilla. Entonces, para tranquilizarme y también tranquilizar a la señora, rezaba avemarías cuyas palabras se iban deformando en ese estado de confusión que hay entre el sueño y la vigilia. Dios te salve, María, llena eres de luna.